(Reproducción del artículo para el diario El País que me solicitaron el 23 de diciembre de 2010 con ocasión del rechazo por el Congreso de los Diputados de la tramitación de la Disposición Final Segunda de la Ley de Economía Sostenible, conocida como Ley Sinde.)
Cuando el 12 de abril de 2010 la Oficina de Contabilidad del Gobierno de los Estados Unidos publicó su informe sobre los efectos económicos de la piratería, ningún medio de comunicación nacional se hizo eco de la noticia, a pesar del contenido jugosísimo del informe. Cuando el Ministerio de Cultura señala que actualmente las industrias culturales nacionales suponen el 4,2% del PIB, tampoco los medios de comunicación han reparado que en ese 4,2% están incluidas la radio, la televisión, la prensa y las revistas; esto es, por poner simplemente tres ejemplos de alta Cultura: el fútbol, Tele 5 y la paquetería de los quioscos.
Para proponer alternativas de regulación normativa se ha de trabajar con datos ciertos y si la Oficina de Contabilidad del Gobierno norteamericano afirma que la metodología seguida en los informes de la industria del entretenimiento es falsa y nuestro Ministerio de Cultura nos intenta colar gato por liebre, disponemos entonces de pocas herramientas.
A la inexistencia de datos económicos ciertos se suma un problema de eficacia del Derecho: el canal útil para llevar a cabo infracciones de derechos de propiedad intelectual resulta hallarse protegido por el derecho fundamental del secreto de las comunicaciones. La industria, lógicamente y para obtener una rentabilidad de sus activos, propone el sacrificio de este derecho humano, lo que es inadmisible desde el mundo de los valores.
Este contexto de falsedad de cómputo económico y de imposible eficacia del Derecho no es novedoso. En los años sesenta del siglo pasado los usuarios realizaban copias en sus domicilios mediante las musicassettes. El Derecho es una convención social y la sabia decisión legislativa del siglo pasado fue la de no criminalizar a los ciudadanos por el uso de la tecnología cotidiana a su alcance, imponiendo a quienes se lucraban de las copias (los fabricantes de equipos, aparatos y materiales de reproducción) un precio a pagar, parte en favor de los autores y parte en favor de la industria, convalidándose todas las copias.
No deben ser tiempos de posiciones dictatoriales, sino de reflexión ante cambios profundos. La regulación actual debería seguir los mismos principios del siglo pasado: convalidación de los usos de la tecnología cotidiana, no criminalización de los ciudadanos y pago a cargo de quienes se están lucrando económicamente de una forma directa: los que venden conexión.