Blanca Calvo
Biblioteca de Guadalajara
No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco aquí violentamente a los que solamente hablan de reinvindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.
Federico García Lorca. Fragmento del discurso pronunciado con motivo de la inauguración de la Biblioteca de Fuentevaqueros
Lo primero que quiero decir es que, en nuestro país, no hay colisión entre los derechos de los autores y las bibliotecas. Creo que es de todos conocido el Manifiesto que han firmado más de cuatrocientos autores –entre ellos Josefina Aldecoa, Miguel Delibes, Almudena Grandes, Elvira Lindo, Emilio Lledó, Juan Marsé, Luis Mateo Díez, Soledad Puértolas, Rosa Regás y José Saramago, por citar sólo diez- oponiéndose al cobro de un canon por el préstamo de sus libros en las bibliotecas. Que yo sepa no hay ninguna lista de autores que digan lo contrario, y si he escuchado alguna opinión a favor del canon en boca de escritores ha sido emitida, ¡qué casualidad!, por personas muy relacionadas con la asociación privada que lo promociona porque pretende administrarlo, con los consiguientes beneficios económicos. Para que todos podamos situarnos desde el principio conviene recordar que esa asociación sólo por administrar los derechos de reprografía tuvo como ingreso en el último año 16,19 millones de euros (casi tres mil millones de pesetas). Imaginemos a cuánto podría ascender la cantidad si, además, se convirtiera en intermediaria de un indeseable y espero que nunca real canon por préstamo. Me pregunto y les pregunto a ustedes: ¿esa asociación defiende los intereses de los autores o sus propios intereses?
Creo que no hay nadie que pueda defender los derechos de los autores mejor que las bibliotecas. Pero antes de seguir teorizando es necesario contestar una pregunta: ¿Cuáles son los derechos de los autores? Los supuestos defensores de los derechos de autor lo reducen todo a una mera cuestión económica, como si lo único que les interesara a los creadores fuera el dinero. Yo creo que los derechos de los creadores van mucho más allá. A bote pronto se me ocurren diez derechos fundamentales para un escritor:
1. El derecho a formarse como lector
2. El derecho a convertirse en creador
3. El derecho a darse a conocer
4. El derecho a ser leído
5. El derecho a perdurar
6. El derecho a formar parte del corpus cultural
7. El derecho a estar en permanente diálogo con los lectores y con otros creadores
8. El derecho a obtener el respeto de la comunidad
9. El derecho a conseguir un valor añadido para sus obras
10. El derecho a obtener una compensación económica por su trabajo
Estos diez derechos pueden reunirse en cuatro bloques, y todos ellos quedan garantizados por las bibliotecas. Veámoslos:
El primer bloque se podría titular “el nacimiento del autor” y está compuesto por los dos primeros derechos: formarse como lector y convertirse en creador.
Las bibliotecas públicas aseguran el cumplimiento de ambos: las bibliotecas ofrecen a todas las personas, sea cual sea su nivel económico y cultural, la posibilidad de conocer todas las creaciones de quienes han vivido antes, y gracias a ese conocimiento nacen nuevos creadores. Todos nosotros sabemos de escritores que fijan sus raíces en una biblioteca, por ejemplo Juan Manuel de Prada, reciente Premio Nacional de Literatura, que se formó en la biblioteca de Zamora, o José Saramago, usuario asiduo de las bibliotecas portuguesas, varias de las cuales –la de Beja, por ejemplo, situada en su Alentejo natal- ahora llevan su nombre. También el director de cine Miguel Picazo, que pasó su infancia y juventud en Guadalajara, tiene un enorme agradecimiento a la Biblioteca Pública de la ciudad porque le proporcionó las lecturas que, con el tiempo, le llevaron a crear películas tan extraordinarias como “La tía Tula”, y se lo ha manifestado donándole todos sus libros.
Las bibliotecas dedican muchos recursos –recursos públicos, no lo olvidemos- a animar a leer. Con ello aseguran los derechos fundamentales de los creadores porque todos sabemos que para poder crear es necesario haber leído antes mucho. Animando a leer libros de todo tipo la sociedad hace una inversión de futuro. No sé cuántos autores lo son gracias a una biblioteca pero, como colectivo, tienen una deuda alta con dicha institución. Seguramente es por ello por lo que tantos escritores han firmado el Manifiesto contra el préstamo de pago: es una simple cuestión de agradecimiento.
El segundo bloque de derechos se podría titular “el lanzamiento del autor” y comprende el derecho a darse a conocer y el derecho a ser leído
Las bibliotecas contribuyen poderosamente al conocimiento de los autores. A lo largo de estos meses de lucha contra el préstamo de pago los bibliotecarios hemos dicho muchas veces que si el sector editorial tuviera que hacer una campaña publicitaria para obtener los resultados que se obtienen a través de las bibliotecas, estaría obligado a invertir muchos millones de euros. ¿Cómo los editores, si no es a través de un gasto enorme, podrían tener expuestos sus libros a todas las horas todos los días en los edificios más céntricos y visibles de cada localidad? ¿Cuánto tendrían que desembolsar para conseguir agentes propagandísticos tan preparados y vocacionales como los bibliotecarios? ¿De qué mecanismos deberían equiparse para igualar la acción de tantas guías de lectura, exposiciones bibliográficas, presentaciones de libros, encuentros con autores, clubes de lectura y tantas y tantas otras actividades divulgativas realizadas por las bibliotecas?
Hay libros con suerte que de pronto aparecen como de lectura imprescindible –y estoy pensando, por ejemplo, en “Soldados de Salamina”-, pero nunca hemos valorado seriamente en qué medida las bibliotecas contribuyen a esa consagración popular. Yo creo que la aportación de las bibliotecas es enorme. Sabemos que uno de los mecanismos de divulgación más eficiente es el boca a boca, que los lectores se convierten en los mejores publicistas cuando un libro recomendado por la biblioteca les gusta. Imaginen el poder multiplicador que pueden llegar a alcanzar treinta personas hablando de una misma obra en sus respectivos entornos si les ha gustado el libro leído en un club de lectura.
Hay autores que son adoptados por una biblioteca cuando todavía no han alcanzado la fama: por ejemplo Almudena Grandes, que impresionó con “Las edades de Lulú” a los lectores de la biblioteca de Azuqueca quienes, desde entonces, han seguido apasionadamente su obra. Casi estoy por asegurar que la trayectoria de la escritora habría sido la misma sin ese apoyo, pero en los primeros momentos el entusiasmo de aquella biblioteca fue muy importante para ella.
Y es que las bibliotecas garantizan el principal derecho de los autores: el derecho a ser leídos. Lo único que convierte a alguien en escritor es que otro alguien lea lo que escribe; no hace falta más. Ser leído es el requisito imprescindible y suficiente. La prueba, para mí, es el estante de inéditos de la biblioteca de Guadalajara: una colección surgida a instancias de escritores que no veían publicadas sus obras pero tenían la necesidad imperiosa de darlas a conocer. La biblioteca las imprime en un formato unificado, las encuaderna y las prepara para el préstamo, y sus autores se dan por bien pagados al ver sus obras en los estantes, a la espera de los lectores que le den vida verdadera. Pregúntenles a esas personas si la biblioteca defiende sus derechos de autor.
El tercer bloque de derechos es “la consagración del autor”, y en él se agrupan varios muy cercanos entre sí: el derecho a perdurar, el derecho a formar parte del corpus cultural de un país –o de la Humanidad, si queremos ponernos más solemnes-, el derecho a estar en permanente diálogo con los lectores y con otros creadores y el derecho a obtener el respeto de la comunidad.
Hace unos años Antonio Muñoz Molina, tras buscar infructuosamente un ejemplar de David Copperfield en las librerías de Madrid para hacer un regalo, escribió un artículo en el que se quejaba de la poca duración de los libros en el mercado. Si ni siquiera se puede asegurar la presencia en los establecimientos comerciales de un clásico como ese, ¿qué decir de todas las novelas que se publican cada año en nuestro país? Pero las bibliotecas sí aseguran la permanencia de los escritores. Como no se rigen por las leyes del mercado pueden conservar varios ejemplares de David Copperfield (incluso treinta, si se ha comprado para un club de lectura) durante muchos años, aunque esté agotado en las librerías, y aunque el metro cuadrado de almacenamiento tenga una alta valoración comercial.
Estar en una biblioteca es la consagración de cualquier autor, y no estar es como no existir. Pero para que las colecciones de las bibliotecas sean completas y recojan todas las obras y todos los escritores que tienen que estar obligatoriamente, hace falta invertir mucho dinero público. Hasta ahora los presupuestos nunca han sido suficientes, y ello produce graves lagunas en las colecciones bibliotecarias. Cada vez que se concede el Premio Nóbel a un autor poco conocido por el gran público, como este año, siento inmediatamente la necesidad de buscar en los estantes de la biblioteca en la que trabajo qué obras suyas tenemos. Este año el test ha dado resultado positivo: de Elfriede Jelinek teníamos todo lo que se ha publicado en España aunque, por cierto, las obras ya están descatalogadas. Pero seguro que hay muchas bibliotecas que, muy a su pesar, no tenían ninguna porque los presupuestos son siempre escasos y no se puede comprar todo lo que se quiere. Quiero lanzarles una pregunta: ¿van a mejorar esos presupuestos raquíticos si se instaura el canon por el préstamo? ¿mejorarán con ello las colecciones? Es una pregunta retórica: todos sabemos que no. El canon es, para mí, el antiderecho del autor; si se llegara a instaurar en algún momento, el resultado sería la desaparición de muchos autores de las bibliotecas porque al haber menos dinero se podrían comprar menos libros. Bonita forma de asegurar el derecho de esos autores.
El principal derecho que pueden exigir los autores a las bibliotecas es estar en ellas, en el mismo espacio que Cervantes, Einstein, Platón o Shakespeare. Eso les autoriza a exigir a las administraciones públicas que inviertan en compra de libros más dinero que hasta ahora y a las bibliotecas que hagan la selección de los fondos rigurosa y objetivamente, que tengan en cuenta a las editoriales pequeñas y apuesten por los autores desconocidos, que la calidad y el riesgo sean los dos criterios principales de tal forma que el trabajo bibliotecario sirva para compensar las grandes corrientes publicitarias y comerciales del mundo del libro.
El cuarto bloque de derechos de autor está formado por los dos últimos de los diez arriba citados: el derecho a conseguir un valor añadido para sus obras y el derecho a obtener una compensación económica por su trabajo.
No seremos los bibliotecarios quienes neguemos a los autores el derecho a ganar dinero con sus obras. Entendemos muy bien el valor de su trabajo, nos pasamos la vida enriqueciendo sus obras: catalogándolas de forma que estén perfectamente accesibles para el público, ordenándolas, forrándolas para que no se deterioren, reponiéndolas si llega el caso, recomendándolas… El trabajo de los autores nos merece un respeto casi reverencial, posiblemente mucho mayor que a los editores, que a veces obligan a firmar contratos leoninos o falsean los datos de venta para liquidar menos derechos de autor.
Cuando una biblioteca compra una obra paga religiosamente los justos derechos económicos al autor. Si la obra está destinada a un club de lectura, la biblioteca paga treinta veces esos derechos. Y si la obra recomendada por la biblioteca les gusta a los lectores, el autor registra inmediatamente una multiplicación aún mayor de la recaudación, porque los que leen son los mismos que compran libros, bien sea para ellos bien para regalar a las personas de su entorno. Los libreros de barrios o localidades donde funcionan bien las bibliotecas lo saben muy bien: venden libros que en otros lugares ni se conocen; tienen clientes fieles, de esos que saben lo que vale un libro y no ponen pegas a la hora de pagar. Las bibliotecas acercan a las personas y los libros, y ello no puede sino favorecer económicamente a los autores.
El problema, quizá, es que no se ha dedicado nunca en nuestro país el dinero necesario a la compra de libros para bibliotecas. Pero el día en el que eso se produzca –y yo creo que ese día llegará- los autores obtendrán unos buenos ingresos en concepto de derechos de autor, siempre que los editores se los liquiden honestamente. Con ese dinero público saldrán ganando todos los sectores implicados: los autores, los editores, los libreros y, sobre todo, los ciudadanos, que son los que pagan. Los únicos que no registrarán ingresos serán los intermediarios pero ¿alguien me sabría decir la utilidad social de los intermediarios?
He querido poner sobre esta mesa redonda argumentos de todos conocidos para dejar claro una vez más que los autores tienen una serie de derechos –no sólo los relacionados con el dinero- y que las bibliotecas son sus mejores aliados para conseguirlos. Creo firmemente en todo lo que he dicho, y pienso que los autores me acompañan en ese convencimiento. Creo que la campaña a favor de los pretendidos derechos de autor que vendría a compensar el canon por el préstamo está dirigida por las grandes editoriales, que así pagarían menos porcentaje a los autores, y por una asociación privada que quiere quedarse un buen trozo de cada autor. Creo que los bibliotecarios debemos defender los derechos de los autores y los de los usuarios por encima de todo, y si para ello debemos enfrentarnos a esos grandes poderes económicos estamos obligados a hacerlo, aunque nos parezcamos a David frente a Goliat.
Cuando hace unos meses empezamos a informar a la sociedad sobre el peligro que se venía encima, mucha gente no nos entendía: había que repetir lo de que hay sectores que quieren obligar a las bibliotecas a pagar por los préstamos que hacen, de tan absurdo que eso parece la primera vez que se escucha. Yo voy a llevar el absurdo un poco más allá: Si se considera normal que las bibliotecas paguen a los autores, alguien tendría que pagar a los bibliotecarios que consiguen prestar muchos libros de un determinado autor, y alguien tendría también que pagar a los usuarios que se llevan muchos libros y así generan ingresos para los bibliotecarios que prestan mucho y así generan ingresos para los autores… Si ese mundo absurdo llega a ser realidad no duden de que será un mundo sin servicios públicos. Las bibliotecas desaparecerán, se quedarán por segunda vez en nuestra historia en el terreno de los sueños.