El jueves 4 de junio moría a causa del coronavirus Antonio Rodríguez de las Heras, historiador, profesor, pensador práctico de la tecnología, entre otras cosas. Las muertes concretas, particulares, dan idea de los daños que esta epidemia está dejando, tal como sabe cada uno de los que tienen que dolerse por la pérdida de un ser querido. Rodríguez de las Heras ha marcado a toda una generación de estudiosos y curiosos de la tecnología entre los que nos incluimos. De forma constante y durante muchos años, ha aportado valiosas ideas, actitudes y reflexiones sobre la cultura digital que forman parte, más o menos oculta, más o menos explícita, del pensamiento de muchos de quienes en algún momento nos hemos dedicado al hipertexto, la cibercultura o la enseñanza digital, por ejemplo. Fue, sin duda, un pionero de lo que hoy se viene a llamar humanidades digitales, cuando, en la década de los 80 y en un rincón de este país –la Universidad de Extremadura- comenzó a utilizar el hoy día casi olvidado Apple II con un programa, también perfectamente desconocido a la sazón como era Hypercard, al menos en ese contexto. Fueron momentos difíciles para la unión entre las humanidades y lo digital, cuando el rechazo a los dispositivos y programas se consideraba una forma inteligente de dandismo humanista. Todo un visionario, comprendió que el mundo de la comunicación y de la investigación no podría prescindir de la vía digital en un futuro cercano. Viajero incansable, solicitado en todas partes del mundo, durante décadas aceptó hablar ante cualquiera que se interesase por sus ideas y quisiera entender los cambios que se acercaban. Así lo recordamos en un lejano congreso palermitano de mediados de los 90, en una inédita tarde fresca de verano en Trujillo o en las múltiples ocasiones en que volvimos a coincidir con él y a disfrutar de su saber y su afabilidad.
Seguramente la cualidad que todos apreciamos sobremanera en Rodríguez de la Heras era su extrema elegancia, tanto en su trabajo como en sus modales y en su actitud vital. Como conferenciante, y a pesar de su amor por la tecnología, reivindicaba la necesidad de hablar y no leer o aburrir al público con los adocenados powepoints al uso; desgranaba sus ideas de forma serena y perfectamente armada, casi como un rapsoda, demostraba cómo escuchar durante 60 minutos no tiene por qué ser una tarea penosa, más bien al contrario, un agradable paréntesis que parecía transcurrir en un instante. Esa elegancia, serena, acogedora, atenta, también se extendía a su forma de tratar a amigos, colegas y estudiantes. Es difícil encontrar un momento en que perdiera los papeles o reaccionara enfadado ante situaciones o interpelaciones que, a la mayoría de los mortales, nos hubieran llevado a reaccionar de forma desabrida. Y otra manifestación de su elegancia se veía en su escritura, tanto de palabras como de software. Desafortunadamente, su trabajo de programación, sus propuestas hipertextuales en el lenguaje Lingo, no están disponibles. Quienes tuvimos la fortuna de conocerlo, reconocimos su profunda elaboración estética, la belleza de convertir un texto en algo más, algo hermoso que no necesita apps o botonería digital para atrapar al lector, como ocurre con su versión de las Ciudades Invisibles de Calvino. Echaremos de menos esa elegancia intelectual, personal y de trato con los demás, especialmente en estos tiempos donde todo es insulto y griterío.
Su desaparición física pone fin a una vida llena de proyectos realizados, de visiones, de propuestas que siguen teniendo perfecto sentido hoy en día. En efecto, sus metáforas, ideas e intuiciones forman parte de muchos de nosotros, casi de forma inconsciente; toda una generación de este país que se dedicó a la cibercultura y el hipertexto tiene, tenemos, una enorme deuda con él. Echaremos mucho de menos la oportunidad de leer sus nuevas ideas. Ya no será posible volver a conversar con él y, acabada la charla, tener la sensación de haber aprendido algo precioso entre tanta cháchara e impostura de lo digital. Nos quedan, no obstante, su ejemplo, sus ideas y su memoria. Gracias, Antonio. Por todo.