Artículo publicado en la Revista Profesiones, editada por la Unión Profesional, correspondiente al número de marzo-abril de 2010 (formato .pdf)
Cuando Max Weber en su obra Economía y Sociedad trata la democracia representativa, nos ayuda a comprender cómo se llegó a modelar un nuevo concepto de representación parlamentaria en un Estado cuyo poder se divide en tres instituciones agrupadas bajo los genéricos nombres de Poder Legislativo, Ejecutivo y Judicial. La anterior naturaleza de la representación parlamentaria, de origen gremial en donde el representante debía seguir las instrucciones de sus poderdantes, se ve sustituida por una representación libre en la que el parlamentario sólo ha de dar cuentas a sus votantes en cada ciclo de elecciones. Es la Revolución industrial la que permitió una independencia económica del parlamentarismo y demuestra, según el autor citado, que a cada modelo económico corresponde un modelo representativo diferente.
La pregunta que legítimamente podemos realizarnos es si, dada la transformación de los actuales modelos productivos desde una sociedad industrial a una informacional, han de modificarse consecuentemente los sistemas de gobierno y representación.
En la actualidad, (y por todos los autores citaré a Manuel Castells en su reciente obra “Comunicación y Poder”) la toma de decisiones políticas se realiza en una red en la que interactúan elementos diversos que agrupan desde los locales hasta los internacionales, habiéndose transformado el Estado-nación soberano que surgió en la Edad Media en un Estado-red. El contrapeso de poderes y su interrelación sale del marco ciudadano-parlamentario para integrarse en un conglomerado de conexiones distribuido y cambiante.
Y es en este contexto, saliendo de un modelo agotado y con un marco dinámico y distribuido, donde comienzan a surgir nuevas iniciativas que propugnan la recuperación del poder por parte de los ciudadanos y su participación a través de nuevos cauces facilitados por las tecnologías de la información y de la comunicación y que han venido a llamarse “Open Government” o, en su forma sintética, “Open Gov”.
Los fundamentos del Open Gov han incidido hasta la fecha en la puesta a disposición, en un entorno web, por parte del poder ejecutivo y en favor de los ciudadanos, de los datos que obran en poder de las administraciones públicas, y con los límites de la seguridad nacional, la razón de Estado y la privacidad de los administrados. Se parte del derecho genérico de todo ciudadano al acceso a los datos que obran en poder de sus gobernantes sin que sea necesaria una relación directa entre el administrado y el dato que solicita sea publicado. Como ejemplo puede señalarse el derecho a conocer el uso de las líneas telefónicas que los funcionarios realizan desde un órgano administrativo. Se busca la transparencia informativa de la acción de gobierno y, fundamentalmente, la posibilidad de fiscalización directa: saber qué se hace con nuestro dinero.
La doctrina jurídica comienza a ocuparse de este fenómeno. Sin embargo, pocas iniciativas y reflexión existen en cuanto a la transparencia de los demás poderes del Estado, lo que también es muy necesario para que podamos evaluar una buena gobernanza. Por ejemplo, las “malas lenguas” señalaban que en una Audiencia Provincial, los plazos de resolución de las apelaciones oscilaban entre tres meses, si el apelante era una entidad bancaria, pero de dos años si quien recurría era el cliente del banco. Una buena web del poder judicial con datos estructurados podría arrojar luz sobre la veracidad o calumnia de esta afirmación. O, por otra parte, el conocimiento de qué parlamentarios son titulares de una tarjeta de crédito con cargo a nuestro dinero y la obligatoriedad de que los movimientos de la tarjeta sean públicos (para lo que un banco simplemente ha de cambiar una línea de código en la aplicación de su página web) evitarían situaciones de dispendio.
Las posibilidades que nos ofrece el Open Gov son múltiples y suponen el embrión de lo que ha de ser un nuevo sistema político en el que la participación de los ciudadanos en la res pública pueda devolvernos una ilusión colectiva, alejarnos de la generalizada sensación de estafa en la que vivimos y dotarnos de un conocimiento enriquecedor de las comunidades y redes en las que forzosamente hemos de vivir. Es por ello que debemos exigírselo a los servidores públicos que viven de nuestro dinero.